(La radio puede detenerse pulsando Escape o parándola en el icono inferior).

viernes, 1 de septiembre de 2017

Carta a Oliver Sacks: demasiado tarde...


Entrevista concedida al programa Redes (RTVE - 2005).

Podcast: "Believe". Entrevista en BBC Radio 3. 2013.

Muy estimado Doctor Sacks:

Me pongo en contacto con su memoria porque en enero leí "Musicofilia", primer libro escrito por usted que cayó en mis manos. Lo devoré en dos días, fascinada ante aquellos increíbles casos y agradecida de que alguien concediera importancia terapéutica a la música y analizara los efectos de este sublime arte en el cerebro.
Me dirigí a su página para felicitarlo, sugerirle una monografía sobre ciegos al estilo de la que escribió dedicada a los sordos y relatarle algunas experiencias musicales, además de inquirirle acerca de particularidades relativas a la depresión que me intrigaban. Cuando llevaba dos párrafos de la carta que iba a enviarle por correo electrónico me asaltó un presentimiento que me hizo revisar su biografía, descubriendo con tristeza que había muerto en agosto de 2015. Entonces cerré el navegador y tal vez no comprenderá mi reacción posterior, o sí, que para eso ha estudiado los entresijos del cerebro. Igual ya lo intuye. Me eché a llorar como si acabaran de comunicarme el fallecimiento de un viejo y querido amigo cuya inestimable ayyuda, sin embargo, no hubiera sabido corresponder o agradecer debidamente. ¿Absurdo? No tanto.
Desde abril de 2016, cuando emergí de las terribles fauces de la depresión, quise saber lo que le había ocurrido a mi mente y cómo puede concebirse que el sistema permita errores tan garrafales como el deseo y la consecución del suicidio que, según creo, es exclusivo de la especie humana. Bueno: exclusivo PER SE, pues otros animales pueden entregar su vida para defender a las crías, genéticamente lógico. ¿Nos produce ese fallo la conciencia del propio final, de nuestro brevísimo paso por el planeta? ¿No estamos preparados para afrontar los requerimientos evolutivos por habernos saltado criterios de la selección natural?

Stephen Hawking, con su extraordinario ejemplo de superación y constancia, me dio una gran lección. Me ayudó tanto que le escribí agradecida, y ahora lo considero amigo aunque nunca vayamos a vernos y por más que yo, un fan entre millones, no le importe nada en absoluto. Intrigada ante su esclerosis lateral amiotrófica empecé a indagar más en cuestiones sobre el cerebro, así que desemboqué en usted por dos caminos. A estas alturas, además de varias monografías sobre la depresión y otras obras que divulgan la neurociencia (Sigman, Punset, Damasio, Ramachandran, Jauset y Sapolsky), he leído 12 libros suyos y voy por el decimotercero, precisamente la autobiografía. Adoro sus casos clínicos novelados, y el saber que existen tantos síndromes extraños me hace experimentar mayor fascinación por nuestro cerebro y maravillarme ante el hecho de que éste funcione correctamente; por regla general, claro. Pero volveré luego a comentar su obra. Sigo ahora explicando lo de mi llanto:
Cuando usted murió, y unos años antes, andaba yo muy ocupada con mi anhedonia, mi pensamiento recurrente en bucle, las ideaciones suicidas, el insomnio, la segregación masiva de glucocorticoides... ¿Cree que se me habrá dañado el hipocampo de por vida? Yo no detecto fallos de memoria, si bien aquel periodo lo reviva nebulosamente porque, claro, no fijaba los recuerdos. Había poco que interesara rememorar de aquella tortura, y además la carga emocional era inexistente. Llamémoslo "efecto impermeable": cualquier cosa que pasara a mi alrededor me producía indiferencia, y nada podía compararse, a mi juicio, con lo terrible de mi estado, con la anestesia del sistema límbico. ¿Estoy hablando correctamente? Aludo a ese coma emocional; a la incapacidad para llorar, reír, conmoverme ante cualquier cosa, sentir placer... Yo, apasionada de la música, no podía escucharla: ¡había dejado de significar algo para mí! No me había olvidado de discriminar los aspectos musicales, pero era como si me hablaran en otro idioma: no me transmitía nada. Si me hubieran dicho que se acabaría el mundo en pocas horas por la colisión de un asteroide, tampoco me habría alterado lo más mínimo. En enero de 2016 hubo un terremoto; no recuerdo el epicentro, pero se notó en la capital granadina. Yo estaba acostada con mi insomnio habitual cuando de golpe escuché un ruido de cristales, y la cama se movió hacia los lados, como si me acunara. Era la primera vez que presenciaba tal fenómeno geológico e ignoraba su magnitud, pero me dio igual. No me asusté; no salí a la calle; no alerté a mis padres, que dormían en la habitación contigua. Entonces no hubiera movido un dedo por mi vida; es más: tal vez la hubiese arriesgado, negligente, en mi afán de concluir tamaño sufrimiento.
¿Entiendes ahora el porqué de mis lágrimas, querido Oliver? ¡Oh, disculpe...! ¿Le importa que lo tutee? Es que... ¡También tú te deprimiste, y estuviste a punto de morir a los 34 años por efecto de las drogas! ¿Cómo osaste arriesgar tanto? "Sacks llegará lejos, si no va demasiado lejos" -decía un informe de tus profesores cuando eras adolescente. Pero, las drogas... ¡Maldita espiral diabólica! Claro: la dopamina al mil por ciento; luego bajón; después, insensibilidad absoluta; aumento de la dosis para alcanzar el equilibrio; mayor insensibilidad y más alto el umbral... ¡Pero tú eras neurólogo! Menos mal que fuiste lo suficientemente sensato como para detenerlo a tiempo. No hubiera yo leído tus geniales obras (ni nadie)(. ¿Y qué me dices de los pacientes? Habrían perdido mucho; algunos de los que sobrevivieron gracias a ti hubieran muerto... Y los postencefalíticos no habrían conocido aquel despertar, manteniéndose en el limbo hasta sucumbir sin ser investigados y en el olvido más profundo de una clínica para incurables. ¡Vaya, esto parece "Qué bello es vivir"! Si lo hubieras sospechado cuando te atiborrabas de anfetaminas... ¡Pobre Oliver! ¡Tan solo en la alienación...!

Seguro que hubieses respondido a mi carta de haberte escrito antes. Y si hubiera descubierto tus libros diez años atrás, por ejemplo, ¿habrían frenado mi caída hacia el abismo? ¿Me habría ayudado poseer un mayor discernimiento sobre el cerebro? ¿Habría podido relativizar? ¿Me habría dirigido a ti durante la crisis y tú me hubieses auxiliado, consolado, aconsejado? Tal vez hubiese ido a visitarte a Nueva York en busca de mi propia existencia, sepultada bajo montañas de anhedonia y tedio. Un día soñé que lo hiciste; que me ofrecías diligente el firme asidero de tu mano en aquel oscuro periodo, detenías emocionado, afectuoso y comprensivo mi llanto sin lágrimas y me liberabas por fin de la insoportable y eterna angustia, guiándome con tranquilizadora y cálida hsonrisa hacia la olvidada senda de mi propia vida y sus goces. luego tal vez habrías escrito sobre mí.
¿Qué hubieras hecho conmigo desde tu óptica neurológica, psiquiátrica y humana? ¿Qué hubieses encontrado en mi cerebro, de escanearlo? ¿Se trataba de una depresión normal o habría otros rasgos visibles? ¿Hubieras recurrido a la estimulación magnética transcraneal, la estimulación del nervio vago o la terapia electroconvulsiva? ¿Se sigue aplicando y es eficaz ésta última? ¡Qué horror! Perder memoria... Siempre asocio esta terapia a torturas o castigos, e imagino al paciente, por supuesto atado y contra su voluntad, retorciéndose de dolor y sufriendo terribles convulsiones epilécticas. Ya, ya sé que hoy día se aplica anestesia y menor voltaje, pero...
Me asomran los procedimientos empleados en el siglo XIX (y posteriormente) para terminar con la depresión: una rueda que te hace girar y girar hasta el mareo y la náusea, coma insulínico, baños gélidos o hirvientes, quemaduras, descargas, provocar el vómito... ¡Pobres criaturas! Y bueno: eso de la lobotomía... Aquí se permitía en la época de Franco para "curar desviaciones" como la homosexualidad: "el paciente no ve bien, tiene problemas para hablar, presenta descoordinación y torpeza de movimientos, pero parece haber abandonado su desviación sexual". No es broma: estoy tomando la idea de un informe redactado por Juan José López Ibor. ¡Qué animaladas! ¡Huy! Me acuerdo ahora de los pacientes a quienes cortaban el cuerpo calloso, no sé si era para frenar la epilepsia. ¡Incomunicación entre ambos hemisferios, qué desbarajuste! Es que una lesión cerebral acaba con la persona, porque la cambia totalmente; como en el caso de Phineas Gage y otros lesionados de la corteza prefrontal. ¡Oh! Me sorprendió tanto lo del músico que confundió a su mujer con un sombrero... Capaz de hacer una descripción exactísima de un guante y una flor al tenerlos ante él, pero sin saber lo que eran. Y los gemelos matemáticos, ¿cómo lo harían? Ese libro lo devoré en una tarde. Pienso que el cerebro oculta mucho de su potencial, como demuestran casos de savants buenísimos en una disciplina, a pesar de su nulo desarrollo en todas las demás. ¿Es que se hipertrofia una zona en exclusiva? ¿Cómo se pueden contar más de cien cerillas al instante de caer, o resolver complejísimas operaciones sin ni siquiera ser consciente de que se hace, y siendo absolutamente retrasado? Ah, al respecto me impresionó muchísimo Derek Paravicini, el pianista ciego savant con memoria y oído musicales increíbles.

En realidad, todos los casos que describes me han cautivado. He leído ya lo que hay disponible en bibliotecas de ciegos, espero encontrar más obras tuyas en soporte electrónico accesible.
Cuando te preguntaban a los cinco años qué era lo que más te gustaba en el mundo, respondías que el salmón ahumado y la música de Bach. ¿Tus padres no te comían a besos? Y luego hubiste de ir a aquel internado con el maldito director sádico que os pegaba. ¿Caería tu hermano en la esquizofrenia por su culpa, o por el acoso del colegio posterior? ¡Qué horrible! ¿Y nadie hacía nada? ¿Cerraban simplemente los ojos? ¿Los niños no acusaban al director? ¿Nunca lo contaste? ¡Pobre criatura! Eso, unido al trauma de la guerra... Pero, ¡qué inteligente y curioso eras, ya tan pequeño! ¡Cuánto sabías de química y cómo te cautivaba la ciencia! ¿Te arrepientes de no haber sido químico o biólogo? Bueno; parece que en la investigación tenías mala suerte. Creo que lo que hiciste fue lo mejor, si consideramos tu empatía, tu humanismo y tu curiosidad; la capacidad de escuchar, comprender y valorar al enfermo en todos los ámbitos. Estupendo que no obviaras su estilo de vida y sus aficiones, que los vieras desenvolverse en su entorno. Es que las personas no somos un número: tenemos una historia previa, un contexto... Tantas y tantas cosas que los médicos deberían valorar... Desde mi humilde opinión veo que la medicina general está demasiado burocratizada.
¡Qué cruel es la envidia! Lamento tantas injusticias como sufriste: tu jefe en la clínica de migrañosos, tus colegas a propósito de las investigaciones con los postencefalíticos... Ardo de indignación por lo que acabo de leer. Cuando estabas en esa unidad con jóvenes autistas y retrasados a los que trataban como a ratas de laboratorio y tú te esforzaste porque aquello concluyera estimulándolos, potenciando sus habilidades y gustos, sacándolos de excursión; queriéndolos, en definitiva, te topaste con el muro del descrédito y la oposición de los responsables. Steve, el chico autista que pronunció su primera palabra cuando lo llevaste al jardín botánico, se hubiera suicidado el día que te marchaste por culpa de tan burdo acoso, si no lo hubiesen detenido a tiempo. ¡Malditos estúpidos, acusarte de abusos sexuales a tus pacientes! ¡Qué ruin, zafio, bajo, indigno y rastrero! Yo habría llorado de pura tristeza, sin comprender la monstruosidad a la que puede llegarse porque sí; el daño gratuito que somos capaces de infligirnos.

¿Por qué sufro constantes rumiaciones oníricas de anhedonia desde mi salida de la crisis? ¿Es normal, o supone una latencia de mi depresión lista para emerger? El inconsciente no me ha proporcionado más recurrencias, sólo ésta. Se trata de episodios muy similares: yo estoy con amigos, o haciendo algo -da igual el contexto-, pero no lo puedo disfrutar por el fallo en la transmisión serotoninérgica. Curiosamente, sé que no voy a encontrarme bien ya nunca. La tristeza, el lamento y la asfixiante angustia son enormes. A veces trato de ocultarlo; no quiero que los demás se enteren...
Ya que estamos de confidencias y puesto que, al igual que a mí, te gustan las cartas largas, voy a relatarte mi único caso de alucinación musical. Ocurrió en 2011. Hubo en España un brote de sarampión y yo tuve la mala suerte de recibir a estos malditos virus, ¡a los 31 años! ¿Acaso no me vacunaron? ¿Estaba estropeada la vacuna? Nunca lo sabré, pues la cartilla ha desaparecido y antes no informatizaban los datos sanitarios. Lo pasé muy, muy mal. El médico de cabecera no acertó con el diagnóstico, llegando a recetarme antibióticos que me destrozaron el estómago. Los antipiréticos servían de poco y yo me mantenía impertérrita en los 39 o 39,5, hasta que me llevaron al hospital. Era lo último que me apetecía, pues me encontraba tremendamente débil. "¡Dejadme en paz, quiero estar tranquila!" -gemí aun conociendo mi derrota. Me tocó esperar en urgencias, con la calefacción muy alta a pesar de los 28 grados Celsius de temperatura exterior. Junto a mí había otros enfermos cuyos virus podían aprovechar la ocupación de mi sistema inmunológico para colarse. También estaban atendiendo a un suicida frustrado. Cuando llegó mi turno ardía de... ¿Fiebre? No; curiosamente no andaba muy alta, pero el ambiente del hospital era sofocante. ¿Por qué lo hacen? En verano, los enfermos tiritan con la climatización: una estupidez que encima tiene alto coste energético.
Todos, incluso el pediatra, parecían perdidos. Me hicieron varias radiografías que no condujeron a nada y, cuando ya iba a empezar a plantearme mi pronta muerte por culpa de algún exótico virus tropical, se me ocurrió sugerir (estaba inspirada, pues ni siquiera sospechaba lo del nuevo brote) que nunca había padecido algunas enfermedades infantiles como el sarampión. El pediatra consultó la Wikipedia (¡créeme, Oliver: fue así!) y luego me tomó varias fotos, lo que acrecentó mi sensación de bicho raro. Cuando salí de la consulta me encontré con mi vecina de silla en la espera, una amable viejecita de baja extracción cultural:
-¿Qué era?
-Sarampión.
-¡Ya lo sabía yo! Se lo estaba diciendo a mi hija: "esa chiquilla tiene sarampión".
¡Cuánto vale la experiencia, y qué poco se la considera! Pero me temo que estoy perdiendo el hilo:
Tras someterme a infructuosas radiaciones, el médico se dispuso a inyectarme algo; creo que metamizol magnésico (Nolotil) ante la persistencia de la fiebre. Mientras me pinchaba perdí el conocimiento. Sentí de golpe mucha paz, un extraño y reconfortante placer y, curioso, ¡oí una música! Digamos mejor una secuencia de notas, creo que seis, repetidas de igual manera y con el mismo ritmo; una especie de nana o mantra que logró su efecto. Luego -no sé cuánto tiempo después, me dicen que tras unos pocos segundos- percibí voces: "¡Levántale las piernas!". "¿Qué van a hacer ahora conmigo?" -pensé con muchísimo disgusto, y entonces no pude discernir nada más: no supe qué o quién era, dónde estaba o qué significado tenía aquello, lo que fuese. Era como un ordenador reiniciándose. Tengo la imagen de efectuar un considerable esfuerzo por poner en pie los recuerdos; todos los recuerdos; mi yo, mi persona al completo. Fue bastante incómodo. ¿Ocurre esto siempre tras un desmayo? Pero esa felicidad, ese bienestar..., y la música... Me dije entonces que la muerte, pese a todo, no había de ser tan terrible. La duda que me surge es si mi cerebro cayó en la inconsciencia por una súbita bajada de la presión arterial a causa del medicamento o bien motivado por el fuerte deseo que tenía de calma y soledad.
Tienes razón, querido Oliver: muchos pacientes nos pueden enseñar lo indecible sobre el funcionamiento de un individuo sano, y desarrollar capacidades que no hubieran sido descubiertas sin la dolencia. Mira a Hawking, por ejemplo; no habría llegado donde llegó. La ELA constituyó un incentivo. Paradójico, ¿verdad? ¿Conociste a Hawking? Tú has tratado a muchos pacientes como él. ¿Qué ha hecho el bueno de Stephen para superar todos los récords? Seguro que lo han ayudado su voluntad y su afán de aprender. Bueno, y la suerte: si se le hubieran atrofiado los músculos de la deglución... ¡Ay! Lo abrazaría ahora mismo, pues en cierto modo me ha salvado la vida.

Te dejo por ahora. Quizás incluya algunas reflexiones tras haber concluido tu autobiografía. Eres muy valiente al hablar así sobre tu lado oscuro y las intimidades privadas. ¡Oh, cuánto amabas la Naturaleza! Me hubiera encantado pasear contigo por un bosque inglés dgozando de ella y preguntándote sobre ciencia, o nadar en algún río o lago; pero yo nado sin estilo y con escasa velocidad, aunque sirva para no ahogarme. ¿Me hubieses impartido alguna lección? Fue buena idea cambiar la moto por la bici a comienzos de los 70. ¿Sabes que, pese a mi ceguera, aprendí a montar en bicicleta con 10 años? Ya no me atrevo a cogerla desde hace mucho tiempo, mas me apetece un montón ir en tándem: ¿me habrías llevado? Luego hubiéramos asistido a un concierto de Bach, y después nos habríamos concedido el disfrute de una cena con salmón ahumado, ¿qué te parece? ¡Ah, hubieses podido acompañarme al piano en algún aria! Y me habrías relatado curiosas historias de tus pacientes y de tus enriquecedores viajes.
¡Ay, cuánto me gusta soñar despierta! ¿Eso es un síndrome?
Muchas gracias por tu contribución a la neurología y al progreso humano en general. Con ojos llorosos lamento no haberte podido conocer, y ahora te abrazaría con el mismo sentimiento de gratitud que te invadió tras la noticia de tu pronto final. ¡Con cuánta serenidad y calma lo aceptaste! Nunca podrás consolarme, ni enjugar mis lágrimas. Tal vez incluso me hubieses reprendido por sucumbir al llanto: derroche inútil de energía y pérdida de tiempo, ¿verdad? Mejor no enfadarnos por lo que no podemos cambiar, ¿cierto?
Agradezco infinitamente tu enorme aportación como médico y como persona; tu calidad humana; esos magníficos libros y la inapreciable labor divulgativa. Ya no existes, y sin embargo vivirás mientras perduren tus obras, dignificando el nombre de nuestra especie. ¡Gracias, Oliver, y hasta siempre!
Tuya:
Rocío.
IN MEMORIaM
Oliver Sacks (1933 - 2015).
Artículo: Oliver Sacks despidiéndose tras conocer la noticia de su cáncer terminal.


Documental sobre la isla de los ciegos al color.